En este lúcido y
fundamentado artículo, publicado hoy en L’Osservatore Romano, que ahora
ofrecemos en nuestra traducción al español, el Arzobispo José Rodríguez
Carballo, Secretario de la Congregación para los Institutos de Vida
Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, hace referencia a la
actual crisis de la vida religiosa y consagrada, y sus verdaderas
causas.
***
Desde hace tiempo
se habla de “crisis” en la y de la vida religiosa y consagrada. Y para
justificar este diagnóstico frecuentemente se recurre al número de los
abandonos, que agudiza la ya de por sí alarmante disminución de
vocaciones que golpea a un gran número de institutos y que, si continúa
así, pone en serio peligro la supervivencia de algunos de ellos. No
entro aquí en el debate acerca del carácter positivo o no de la “crisis”
de la que se habla. Es cierto, sin embargo, que, teniendo en cuenta el
número de los abandonos y que la mayoría de ellos tiene lugar en edad
relativamente joven, dicho fenómeno es preocupante. Por otra parte,
considerando el hecho de que la hemorragia continúa y no parece
detenerse, los abandonos son ciertamente síntoma de una crisis más
amplia en la vida religiosa y consagrada, y la cuestionan, por lo menos
en la forma concreta en que es vivida.
Por todo esto, si
bien es cierto que no podemos dejarnos obsesionar por el tema – toda
obsesión es negativa-, es también cierto que frente al problema no
podemos “mirar para otro lado” o “esconder la cabeza”. Por otra parte,
si bien es cierto, también, que son muchos los factores socioculturales
que influyen en el fenómeno de los abandonos, es también cierto que no
son la única causa y que no podemos referirnos sólo a ellos para
tranquilizarnos y para explicar este fenómeno, hasta ver como “normal”
lo que no lo es.
No es fácil
conocer con precisión el número de los que abandonan cada año la vida
religiosa y consagrada, también porque hay prácticas que van a la
Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de
Vida Apostólica, otras que son llevadas por la Congregación para el
Clero, y otras que terminan en la Congregación para la Doctrina de la
Fe. En todo caso, las cifras de las que disponemos son consistentes,
como se puede ver por los datos que nos son ofrecidos por las primeras
dos Congregaciones.
Nuestro
dicasterio, en cinco años (2008-2012), ha dado 11.805 dispensas:
indultos para dejar el instituto, decretos de dimisión, secularizaciones
ad experimentum y secularizaciones para incardinarse en una diócesis.
Se trata de una media anual de 2361 dispensas.
La Congregación
para el Clero, en los mismos años, ha dado 1188 dispensas de las
obligaciones sacerdotes y 130 dispensas de las obligaciones del
diaconado. Son todos religiosos: esto da una media anual de 367,7.
Sumando estos datos con los otros, tenemos lo que sigue: han dejado la
vida religiosa 13.123 religiosos o religiosas, en 5 años, con una media
anual de 2624,6. Esto quiere decir 2,54 cada 1000 religiosos. A estos
habría que agregar todos los casos tratados por la Congregación para la
Doctrina de la Fe.
Según un cálculo
aproximado pero bastante seguro, esto quiere decir que más de 3000
religiosos o religiosas han dejado cada año la vida consagrada. En el
cómputo no han sido insertados los miembros de las sociedades de vida
apostólica que han abandonado su congregación, ni los de votos
temporales.
Ciertamente los números no son todo, pero sería de ingenuos no tenerlos en cuenta.
Antes de indicar
algunas de las causas de los abandonos, creo que es oportuno decir que
es casi imposible relevar con exactitud tales causas. ¿El motivo? Es muy
sencillo: no tenemos datos totalmente confiables. A veces, una cosa es
lo que se escribe, otra cosa es lo que se vive. Además, en muchos casos
lo que dicen los documentos, de los que se dispone al final de un
procedimiento, no necesariamente coincide con la causa real de los
abandonos. Sin embargo, de la documentación que posee nuestro dicasterio
se pueden identificar las siguientes causas.
Ausencia de la
vida espiritual – oración personal, oración comunitaria, vida
sacramental -, que conduce, muchas veces, a apuntar exclusivamente a
las actividades de apostolado, para así poder seguir adelante o para
encontrar subterfugios. Muy a menudo esta falta de vida espiritual
desemboca en una profunda crisis de fe, para muchos la más profunda
crisis de la vida religiosa y consagrada y de la misma vida de la
Iglesia. Esto hace que los votos ya no tengan sentido – en general,
antes del abandono hay graves y continuas culpas contra ellos – y ni
siquiera la misma vida consagrada. En estos casos, obviamente, el
abandono y la salida “normal” es más lógica.
Pérdida del
sentido de pertenencia a la comunidad, al instituto y, en algunos casos,
a la misma Iglesia. En el origen de muchos abandonos hay una
desafección a la vida comunitaria que se manifiesta: en la crítica
sistemática a los miembros de la propia comunidad o del instituto,
particularmente a la autoridad, que produce una gran insatisfacción; en
la escasa participación en los momentos comunitarios o en las
iniciativas de la comunidad, a causa de una falta de equilibrio entre
las exigencias de la vida comunitaria y las exigencias del individuo y
del apostolado que lleva a cabo; en buscar fuera lo que no se encuentra
en casa…
Los problemas más
comunes en la vida fraterna en comunidad, según la documentación a
nuestra disposición, son: problemas de relación interpersonal,
incomprensiones, falta de diálogo y de auténtica comunicación,
incapacidad psíquica de vivir las exigencias de vida fraterna en
comunidad, incapacidad de resolver los conflictos…
En lo que respecta
a la pérdida de sentido de pertenencia a la Iglesia, a veces es dada
por la falta de verdadera comunión con ella y se manifiesta, entre otras
cosas, en el no compartir la enseñanza de la Iglesia sobre temas
específicos como el sacerdocio a las mujeres y la moral sexual.
Todo esto termina
con la pérdida del sentido de pertenencia a la institución, llámese
comunidad local, instituto religiosa o Iglesia, que es considerada sólo
en cuanto puede servir los propios intereses: por ejemplo, la casa
religiosa, muchas veces, es considerada como “hotel” o una simple
“residencia”. La falta de sentido de pertenencia lleva, a menudo,
también a abandonar físicamente la comunidad, sin ningún permiso.
Siempre me ha
impresionado ver religiosos que abandonan la vida religiosa o consagrada
con toda naturalidad, incluso después de muchos años, sin que esto
suponga ningún drama. Es claro que no dejan nada, porque su corazón
estaba en otra parte.
Problemas
afectivos. Aquí la problemática es muy amplia: va desde el
enamoramiento, que se concluye con el matrimonio, a la violación del
voto de castidad, sea con repetidos actos de homosexualidad – más en los
hombres, pero igualmente presente, más de lo que se piensa, entre las
mujeres -, sea con relaciones heterosexuales, más o menos frecuentes.
Otras veces los problemas afectivos tienen una clara repercusión en la
vida fraterna en comunidad, porque conciernen al mundo de las
relaciones, provocando continuos conflictos que terminan por hacer
invivible la comunidad. Finalmente, los problemas afectivos pueden ser
tales que se llegue a la convicción de no poder vivir la castidad y se
decide, también por motivos de coherencia, abandonar la vida consagrada.
Cuando se trata de
identificar las causas o de proponer orientaciones, pienso que es
necesario hacer una radiografía, aunque breve y limitada, de la sociedad
de la que provienen nuestros jóvenes, los jóvenes que se dirigen a
nosotros, así como las fraternidades que los acogen.
Lo primero
evidente a todos es que estamos en un mundo en profunda transformación.
Se trata de un cambio que trae consigo el paso de la modernidad a la
post-modernidad. Vivimos en un tiempo caracterizado por cambios
culturales imprevisibles: nuevas culturas y sub-culturas, nuevos
símbolos, nuevos estilos de vida y nuevos valores. Todo ocurre a una
velocidad vertiginosa.
Las certezas y los
esquemas interpretativos globales y totalizantes que caracterizaban la
era moderna han dejado lugar a la complejidad, a la pluralidad, a la
contraposición de modelos de vida y a comportamientos éticos que se han
mezclado entre ellos de modo desordenado y contradictorio: son todas
características de la era moderna.
Mientras en la
modernidad existía la plausibilidad de un proyecto global, de una idea
matriz, de un “norte” como faro de comportamiento, el momento actual
está caracterizado por la incerteza, por la duda, por el replegarse en
lo cotidiano y en lo emocional. Así se vuelve difícil distinguir aquello
que es esencial de lo que es secundario y accidental.
Esto produce en
muchos: desorientación frente a una realidad que se presenta de tal modo
compleja que no se puede percibir; incerteza a causa de la falta de
certezas sobre las cuales anclar la propia vida; inseguridad por la
falta de referencias seguras. Todo se une a una gran desilusión frente a
las preguntas existenciales, consideradas inútiles, ya que todo es
posible y lo que hoy es, mañana deja de ser.
Nuestro tiempo es
también un tiempo de mercado. Todo es medido y valorado según la
utilidad y la rentabilidad, también las personas. Estas, en términos de
mercado, valen lo que producen y valen en cuanto son útiles. Su valor
oscila, por lo tanto, en base a la demanda. Tal concepción mercantilista
de la persona llega a privilegiar el hacer, la utilidad, e incluso la
apariencia sobre el ser.
Vivimos, también,
en un tiempo que podemos definir el tiempo del zapping. Zapping,
literalmente, quiere decir: pasar de un canal a otro, sirviéndose del
control remoto, sin detenerse en ninguno. Simbólicamente, zapping
significa no asumir compromisos a largo plazo, pasar de un experimento a
otro, sin hacer ninguna experiencia que marque la vida. En un mundo
donde todo está facilitado, no hay lugar para el sacrificio, ni para la
renuncia, ni para otros valores similares. En cambios, estos están
presentes en la opción vocacional que exige, por lo tanto, ir
contracorriente, como es la vocación a la vida consagrada.
Finalmente, es
necesario señalar también que en el mundo en que vivimos, y en estrecha
conexión con lo que hemos llamado “mentalidad de mercado”, está el
dominio del neo-individualismo y la cultura del subjetivismo. El
individuo es la medida de todo y todo es visto, medido y valorado en
función de sí mismo y de la autorrealización. En un mundo así, en el que
cada uno se siente único por excelencia, frecuentemente no existe una
comunicación profunda. El hombre actual habla mucho, aparentemente es un
gran comunicador, pero en realidad no logra comunicar en profundidad y,
en consecuencia, no lograr encontrarse con el otro.
Como conclusión de
nuestra reflexión nos planteamos la pregunta: en una sociedad como la
nuestra, ¿es posible permaneces fieles a una opción de vida que está
llamada a ser definitiva e irrevocable?
La respuesta me
parece sencilla si tenemos en cuenta a muchos consagrados que viven
alegremente la fidelidad a los compromisos asumidos en su profesión. De
todos modos, para prevenir los abandonos, sin la ilusión de poder
evitarlos totalmente, creo necesario lo que sigue.
Que la vida
consagrada y religiosa ponga en el centro una renovada experiencia del
Dios uno y trino y considere esta experiencia como su estructura
fundamental. Lo esencial de la vida consagrada y religiosa es quaerere
Deum, buscar a Dios, vivir en Dios.
Que la opción por
el Dios viviente (cfr. Juan 20, 17) no se viva en el encerrarse en un
misticismo separado de todo y de todos, sino que lleve a los consagrados
a participar en el dinamismo trinitario ad intra y ad extra. La
participación en el dinamismo trinitario ad intra supone relación de
comunión con los otros y lleva consigo el don de sí mismo a los demás.
Por otra parte, vivir el dinamismo trinitario ad extra implica vivir
críticamente y proféticamente en el seno de la sociedad.
Que haya una decisión clara de anteponer la calidad evangélica de vida al número de miembros o al mantenimiento de las obras.
Que en la cura
pastoral de las vocaciones se presente la vida consagrada y religiosa en
toda su radicalidad evangélica y se haga un discernimiento en
consonancia con dichas exigencias.
Que durante la
formación inicial se asegure un acompañamiento personalizado y no se
hagan “descuentos” en las exigencias de una vida consagrada que sea
evangélicamente significativa.
Que entre la pastoral vocacional, formación inicial y permanente, haya continuidad y coherencia.
Que durante los primeros años de profesión solemne se asegure un adecuado acompañamiento personalizado.
Un bello proverbio
oriental dice: “El ojo ve sólo la arena, pero el corazón iluminado
puede entrever el fin del desierto y la tierra fértil”. Miremos con el
corazón. Tal vez podremos ver aquello que otros no ven.
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