Un día del verano de 1493 la pacífica villa de Aranda de Duero hallábase agitada por una algazara y regocijo difícilmente descriptibles. Labriegos y pastores, hidalgos vestidos de fiesta, hombres y mujeres humildes del campo castellano, afluían a ella de todos los contornos para dirigirse desde allí al convento de La Aguilera. Ello era debido a que la reina Isabel se dirigía a visitar el sepulcro de San Pedro Regalado. A su incomparable majestad de reina católica, uníase en este momento la satisfacción de ser ya señora de una España totalmente redimida. Granada acababa de ser incorporada a la corona de Castilla. El milagro de América había conmovido al mundo desde sus cimientos. Por los caminos de España corrían vientos de grandeza.
Aquel día la nación entera, representada en su reina, iba a postrarse de rodillas ante la tumba del humilde franciscano muerto treinta y siete años antes. Cuando Isabel entró en la iglesia, se volvió hacia las damas de su séquito y dijo: «Pisad despacio, que debajo de estas losas descansan los huesos de un santo».
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¿Cómo era posible que, en tan corto espacio de tiempo, el que allí reposaba hubiese adquirido una fama de santidad tan grande? No es difícil contestar a esta pregunta. San Pedro Regalado es uno de esos seres afortunados, innumerables dentro del catolicismo, que responden con ejemplar disposición a un designio providencial. Nació en Valladolid, en 1390, en la famosa calle de Las Platerías, que aún hoy conserva su nombre y el antiguo rango que tuvo en la corte de España. A los trece años ingresó en el convento de franciscanos, el cual no era entonces precisamente un modelo de observancia. Estamos en una época en que la disciplina y costumbres de religiosos y sacerdotes habían llegado a un grado de relajación que hoy nos resulta inconcebible. Causas muy diversas habían producido aquella situación, que los historiadores se complacen en pintar con los colores más negros. A las naturales consecuencias del cisma de Occidente se había unido la gran peste de Europa, que dejó despoblados los conventos. Para llenarlos de nuevo, fueron admitidas gentes sin preparación ninguna, deseosas únicamente de colmar sus ambiciones al amparo de las inmunidades del claustro.
No faltaban quienes se dolían en lo más hondo de su alma de aquel estado de cosas. Y precisamente un franciscano que vivía en el convento de La Salceda, por tierras de Guadalajara, se decidió a reñir la única batalla que podía resultar victoriosa, la de la renovación profunda de la vida monástica. Era fray Pedro de Villacreces, también de origen vallisoletano, el cual tenía fama de santo en los conventos de la Orden. Un día, cuando menos lo esperaban los religiosos del de San Francisco de Valladolid, el anciano Villacreces se les entró por las puertas causando una profunda impresión. ¿A qué venía fray Pedro?, comenzaron a comentar en corrillos los reverendos moradores de la casa.
Contrastaba con la de muchos de ellos la espiritualizada figura de Villacreces: era alto, de una delgadez ascética, de ojos negros y vivísimos, manso como un hilo de agua, ardiente como un rayo de sol. En íntimo consorcio se habían juntado en él la reciedumbre del hombre de Castilla y la amorosa suavidad del Poverello de Asís. ¿Que a qué venía fray Pedro? Pronto vieron satisfecha su curiosidad cuando supieron que con las debidas autorizaciones salió una mañana del convento, en dirección a un lugar cercano a Osma. No iba solo. Le acompañaba fray Pedro Regalado. Este, de quince años; Villacreces, de más de sesenta. Les unía un mismo espíritu: afán de santidad. El viejo formaría al joven. Algún castellano que a aquellas horas pasaba por las calles estrechas de Valladolid, pudo ver a los dos religiosos avanzar sin más provisiones que un báculo y un breviario. Camino largo, mendigando de puerta en puerta. Jornadas a pleno sol y, a ratos, a la luz de la luna, hasta que llegaron por fin a La Aguilera, donde el obispo de Osma había autorizado a Villacreces para fundar allí un humilde convento. Y empieza la nueva historia.
La Aguilera iba a ser un foco de restauración de la vida religiosa franciscana en su más auténtica pureza. Con algunos otros religiosos que pronto se le unieron, y sobre todo con los jovencitos a quienes él pudo formar desde el primer momento, Villacreces lograría hacer del naciente eremitorio una fidelísima reproducción de la austeridad impresionante que San Francisco de Asís vivió en los «primitivos tugurios» de Rivotorto y La Porciúncula. Bajo la mano del mismo, fray Pedro Regalado fue recorriendo los humildísimos cargos propios de la vida de un convento pobre en que las almas santas suelen dar pasos de gigante en su camino hacia Dios. Limosnero por los pueblos vecinos, sacristán, ayudante de la cocina, encargado de atender a los pobres que llamaban a las puertas del convento... Así vivió durante once años, hasta 1415, fecha en que Villacreces se trasladó de nuevo a la provincia de Valladolid para fundar otra casa de recolección en El Abrojo, término de Laguna de Duero. Con él llevó al Regalado para que fuese maestro de novicios, aun cuando no tenía más de veinticinco años, y sólo tres de sacerdocio.
A partir de este momento, la vida de fray Pedro Regalado es una continua entrega a las más heroicas virtudes. No conoce límites para sus penitencias, y pide a los novicios el cumplimiento exactísimo, por amor, de todas las exigencias de la regla. A veces sale a predicar por los pueblos cercanos, Tudela de Duero, las dos Quintanillas, Matapozuelos, Portillo, y sabe dar a su predicación un tono de tan encendido amor a las almas, que las gentes le siguen por los caminos deseosas de confiarle sus cuitas de toda índole. Pronto empieza a hablarse de milagros múltiples realizados por su mano.
Muerto el padre Villacreces en 1422, y tras algún breve interregno, los religiosos de ambas casas, La Aguilera y El Abrojo, le eligen prelado o vicario, confiando así a su esfuerzo la tarea de continuar el propósito reformador que había guiado al que las fundara. Nadie más indicado que él para lograrlo plenamente. Por ambas Castillas se extendió rápidamente su fama, y los buenos hijos de la Iglesia, testigos involuntarios de las profundas perturbaciones de su época, contemplan con creciente admiración aquellas casas de la reforma, llamadas Domus Dei la de La Aguilera y Scala Coeli la del Abrojo, a las que pronto seguirían otras hasta hacer «las siete de la fama» –así las llamaron en antiguos documentos–, las cuales vinieron a ser anticipados y eficacísimos focos de la renovación más tarde iniciada con carácter general por el cardenal Cisneros. Es ésta, sin duda, la gloria más insigne de San Pedro Regalado y de su maestro, el padre Villacreces: haberse adelantado ofreciendo un ejemplo vivo y estimulante a la reforma que más tarde emprende la Orden del Císter, y que después extiende a toda España el gran cardenal regente de Castilla.
Vicario, pues, de ambos conventos, distribuía el Regalado alternativamente su vida entre uno y otro, hasta que decidió morar habitualmente y durante la mayor parte del año en La Aguilera, lugar más propicio para el retiro y la contemplación a que deseaba entregarse. La casa de El Abrojo, por su proximidad a Valladolid, era frecuentemente visitada incluso por personajes de la Corte, que acudían en demanda de sus consejos. Alguna vez pudo verse allí al entonces omnipotente favorito don Álvaro de Luna y al propio rey don Juan II de Castilla. El consiguiente ruido que tales visitas producían no agradaba a quien tenía como suprema ambición de su alma la unión con Dios y la más estrecha penitencia, para poder ser el orientador vivo de la deseada reforma.
Nada perdonó para conseguirlo. Las célebres constituciones de que San Francisco de Asís dotó a su predilecta casa de la Porciúncula, completadas en cuanto a su aplicación con minuciosas y detalladas normas que Villacreces había añadido como natural derivación de aquellas en el ambiente del momento, fueron fidelísimamente observadas. Doce horas diarias de oración mental y vocal repartidas entre el día y la noche, trabajos manuales en el campo para ayudar a los labradores y así obtener alguna limosna, prohibición absoluta de almacenar provisiones fuera de las que exigía el sustento diario de la comunidad, celdas y habitaciones del convento «abyectísimas y vilísimas», silencio casi continuo, negativa terminante a recibir dinero ni siquiera como estipendio por la misa u otras funciones litúrgicas..., tal era el género de vida de aquellas casas.
En cuanto a su formación científica, San Pedro Regalado se distinguió también como maestro de espíritus y predicador elocuente, aunque, más que por el aparato doctrinal, por la fuerza de la santidad vivida y el calor de sus exhortaciones. No eran las suyas casas de estudio; su fundador, Villacreces, quiso hombres penitentes, no estudiantes. De sí mismo decía: «Recibí en Salamanca grado de maestro, que no merezco, empero más aprehendí en la cella llorando en tinibia que en Salamanca, Tolosa e Paris estudiando a la candela. Guay de mí, que estudiamos por nuestras ciencias, e somos curiosos en los pecados e defectos agenos e olvidamos los nuestros. Mas queria ser una vejezuela simple con caridad e amor de Dios e del prójimo, que la Teología de San Agustín e del Doctor Surtil Scoto.»
En el último período de su vida, años 1445 al 56, el Regalado vive ya sumergido plenamente en el océano sin límites de la contemplación divina. Sin abandonar nunca sus rigurosas prácticas ascéticas, ayuno diario, total abstinencia de carne, intensa flagelación corporal, se ve favorecido y goza de extraordinarios dones místicos. Su piedad tiene tres vertientes principales: la Eucaristía, la devoción a la Santísima Virgen y el recuerdo de la pasión del Señor. Particularmente esta última le atraía con fuerza irresistible. Muchas noches, en el cerro del Aguila, próximo al convento, se le podía ver practicando el ejercicio del Vía-crucis con una pesada cruz de madera sobre sus hombres, soga al cuello y corona de espinas en su frente.
La Virgen María, siempre tan amada en la Orden franciscana, se llevó también el corazón del gran penitente, y ella anda mezclada en uno de los más famosos milagros de su vida, recogido por cierto en el proceso de canonización. En la madrugada de un 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, hallábase rezando maitines en el convento del Abrojo, y sintió especial deseo de venerar a María en la iglesia de La Aguilera, a ochenta kilómetros de distancia, la cual había consagrado él a este dulce misterio. Y al instante fue transportado por los aires en brazos de los ángeles, guiado por una estrella que representaba a la Madre del cielo. Satisfecho su piadoso deseo, fue igualmente devuelto al Abrojo sin que los frailes hubiesen advertido su ausencia. Este prodigio es el que ha servido para inspirar la iconografía del Santo.
Murió el Regalado en 1456. La fama de taumaturgo que le había acompañado en vida creció con su muerte. En su sepulcro se obraron maravillas tantas que los frailes se vieron obligados –dice el historiador D'Ocampo– a no admitir nuevas relaciones. No sólo el pueblo humilde y sencillo, y en ocasiones crédulo, sino lo más conspicuo y representativo de la vida española de nuestros grandes siglos, veneró con fervor extraordinario la memoria del gran hijo de San Francisco de Asís. Obispos y nobles, militares y embajadores de países extranjeros, incluso nuncios y enviados del Romano Pontífice, acudieron a La Aguilera atraídos por la poderoso influencia que ejercía en toda España el humilde convento, gracias a este insigne varón de Dios y a otros que le siguieron después por idéntico camino de virtud y penitencia. Allí estuvo, en las postrimerías de su vida, el cardenal Cisneros. Allí también, el emperador Carlos, cuyo concepto de la casa era tan elevado que se le atribuye haber dicho que, al salir de Aranda hacia La Aguilera, debía el visitante ir con la cabeza descubierta. De igual modo, don Juan de Austria, Felipe II, y los demás reyes de España.
Fue canonizado en 1746 por Benedicto XIV, y ese mismo año fue declarado patrono de Valladolid y de su diócesis.